Por Carolina Alvarado Graef
Para la revista Fulcrum 33 - Gastronomía
La autora narra su experiencia como una joven y audaz editora de gastronomía para la revista dF en los años 2000. Relata cómo pasó de ser una crítica despiadada, enfocada en la calidad del platillo, a una escritora más empática. Una confrontación directa con la chef Martha Ortiz la hizo cuestionar su rol de "villana" y reflexionar sobre el corazón, la memoria y el esfuerzo que existen detrás de cada cocina. El artículo es una meditación sobre cómo la crítica culinaria puede pasar de un juicio superficial a una apreciación más humana del arte de cocinar.
Antes de la existencia de las redes sociales, cuando todavía dependíamos de las reseñas de restaurantes y de las críticas gastronómicas en publicaciones periódicas para enterarnos de las novedades en la oferta de la ciudad, me invitaron a colaborar en la creación de una revista dedicada a la cultura y entretenimiento en el entonces Distrito Federal. Se llamaría dF y a mí me tocaría ser la editora de gastronomía. Lo que más me emocionaba de este nuevo rol era hacer la crítica gastronómica de restaurantes de mi ciudad.
Entre emoción y nervios, me puse a elaborar una lista de restaurantes para el directorio de recomendaciones de la revista. El primer número tendría como artículo de portada el de gastronomía y trataría sobre restaurantes de "poco ruido y muchas nueces". La idea era hacer reseñas de restaurantes poco conocidos, lo que valía la pena destacar de ellos y mencionar también cuáles se habían dormido en sus laureles y sobrevivían más por la fama heredada que por seguir produciendo platillos sabrosos o dando buena atención a los comensales. La intrepidez de la juventud y la novedad de mi misión me infundieron valor.
dF se lanzó el 8 de octubre de 2003 con una megafiesta en el último piso de la Torre Mayor. El artículo fue muy bien recibido y me enorgulleció escuchar comentaristas en el radio que hablaban de los restaurantes que había recomendado. Y entonces empezó el trabajo real en la revista, ¿de qué íbamos a hablar? Empecé a entrevistar chefs y restauranteros, asistí a catas, comí en muchísimos establecimientos. Un día, fui al restaurante de Martha Ortiz Chapa y me dijo: «No me gustó la reseña que escribiste». Tenía razón, yo había sido sarcástica y dura a pesar de no conocer a la persona detrás de esa cocina, su trabajo y sus motivos para hacer lo que hacía.
Me justifiqué cobardemente explicando que era la línea editorial que me habían dado pero algo cambió en mí tras esa conversación. Mis textos a partir de entonces fueron más cuidadosos, procurando conocer más a fondo los lugares y no sólo emitir un juicio a partir de los platillos que había probado o tras una única experiencia en el restaurante. Porque aunque es verdad que existen restaurantes que cobran precios altos y ofrecen alimentos de poca calidad, hay muchos más que son el producto de un esfuerzo enorme, de años de estudio y con pocas probabilidades de éxito. Y de eso... ya son veinte años.
Unos años después, vi la película de Ratatouille y me cuestioné aún más ese papel de juez que había adoptado con tanto entusiasmo. ¿Había sido la villana en la historia de alguien? Probablemente sí.
El arte culinario brota, sí, de la creatividad del cocinero y se enriquece de la experiencia y el aprendizaje, pero en el fondo está siempre matizado por el amor, la evocación, la nostalgia y el deseo de reproducir lo que nos alimentó el alma en el pasado. Y eso no se puede criticar sin lastimar. Hoy tal vez sería pésima crítica pero quiero pensar que los años me han convertido en mejor persona.
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